domingo, 17 de julio de 2016

No importan los años del vino, sino que guste.

Quizá el compromiso nos construye, vale la pena pensarlo, ahora que en retrospectiva vemos que logramos sacudir el polvo de nuestra alma. Ya sea con magia de besos o versos, como los que se escapan de la nada cuando no hay alternativas a la pasión, entre tu espalda y la pared; o con la prerrogativa de un frenesí pasajero, de esos que sabemos que producen amnesia y sueños vívidos.
           
   Conseguimos socavar las inseguridades del tiempo, los encandilamientos de la soledad, las miles penitencias del confort.

Nos adentramos en el más allá que es centrípeto, soltando el mando en la marea y allí planeamos, como cayendo sin intranquilizarnos por la caída: el amor es así, irreverente y omnipotente. Pero ahora ya no tenemos que esperar que nos lo cuenten, somos escribanos de una evidencia que es nuestra, y también lo hemos comprendido, hemos cimentado nuestro universo de secretos.

Ahora estamos echados en el mito y en la caverna, pero no le damos la espalda a la fogata de Platón. Podemos comprender de donde viene todo, de la complicidad inmanente, y el dulce sabor de boca que nos da contarnos. Es más que una algarabía de hormonas, o una parábola traducida al lenguaje corporal, digamos el compás de tu baile o lo sinuoso de nuestros labios arropándose. Tanto es así que hay un aire de necedad en las palabras.


Necesitamos de lo abstracto y de esta inmensa avidez de cantarnos el deseo y la felicidad por caminar de la mano entre tanta mierda. 

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