Quizá
el compromiso nos construye, vale la pena pensarlo, ahora que en retrospectiva
vemos que logramos sacudir el polvo de nuestra alma. Ya sea con magia de besos
o versos, como los que se escapan de la nada cuando no hay alternativas a la
pasión, entre tu espalda y la pared; o con la prerrogativa de un frenesí
pasajero, de esos que sabemos que producen amnesia y sueños vívidos.
Conseguimos socavar las inseguridades del tiempo, los
encandilamientos de la soledad, las miles penitencias del confort.
Nos adentramos
en el más allá que es centrípeto, soltando el mando en la marea y allí
planeamos, como cayendo sin intranquilizarnos por la caída: el amor es así,
irreverente y omnipotente. Pero ahora ya no tenemos que esperar que nos lo
cuenten, somos escribanos de una evidencia que es nuestra, y también lo hemos
comprendido, hemos cimentado nuestro universo de secretos.
Ahora
estamos echados en el mito y en la caverna, pero no le damos la espalda a la
fogata de Platón. Podemos comprender de donde viene todo, de la complicidad
inmanente, y el dulce sabor de boca que nos da contarnos. Es más que una
algarabía de hormonas, o una parábola traducida al lenguaje corporal, digamos
el compás de tu baile o lo sinuoso de nuestros labios arropándose. Tanto es así
que hay un aire de necedad en las palabras.
Necesitamos
de lo abstracto y de esta inmensa avidez de cantarnos el deseo y la
felicidad por caminar de la mano entre tanta mierda.
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