domingo, 26 de agosto de 2018

Ying Yang.

        Recuerdo esa noche, como destellos de una canción que se oye a media ebriedad: no son tantos detalles, sino sensaciones con este o aquel acorde. Un redoblante, un arpegio, un tapping. Cada sensación, cada idea va naciendo y encontrando su propia muerte con un nuevo riff, o en cada confusión que el alcohol propiamente dicho proporciona.
      
      Claro, esa noche no había alcohol, ni riff. Había oscuridad y una pantalla propagando fotogramas. Indulgencias del séptimo arte, críticos de tribuna, amateurs de rottentomatoes.com. Hubo además bromas mal hechas, discursos incoherentes, sibilancias que se escabullían entre risotadas nerviosas, dos tontos agitando sus barreras hechas a fuerza, lanzándose miradas por encima de los escudos a lo hoplita espartano. No recuerdo los detalles, pero si esa vacilante sensación de estar tentando el silencio, solo por tentarlo.
   
         Hubo también algunas evocaciones a la cultura oriental, mantras que parecían más bien auto-recordatorios. Transcurrían muestras de las películas, la siempre osada opinión de los Oscar en medio y apreciábamos algunos detalles, casi todos ganchos poéticos o un sonido perfectamente encajado; y supimos leer entre líneas que la levedad de la vida hace que solo se tenga una misión: ser feliz entre tanto escombro. Fueron surrealismos con fuerte tendencia budista, en medio de filmes; dos islas enfrentadas luciendo sus luces en medio del negro laxo del mar.

          En medio de recuerdos confusos, con dicotomías necesarias, surgió el comentario de la noche acerca de mis calcetines mal emparejados y que engloba la conclusión de la noche: “¡Oye, tus pies son el ying y el yang!”

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