Anhelada Rosario,
Ahora que te veo por casualidad,
después de la deslumbrante impresión adolescente que tenía de ti, se me han
revuelto algunas indecisiones. Creo que se me había olvidado lo indefenso que me vuelvo
cuando decides mirarme con esos ojos que regalan amaneceres y divinas calamidades.
Te pido que no ponderes cuán fácil me fue deshacerme de esa sensación de
aislamiento que me brinda la dimensión de tu mirada. Ya sabes que han pasado
doce años.
Cuando abandonaste este Barquisimeto
con sus famosos cielos psicodélicos, acordamos no llorar. Tú sentiste que el
país te hizo suficientes desplantes y no te quité la razón, muchos venezolanos
sentían y sienten lo mismo aún hoy. Cruzaste el gran charco persiguiendo la serenidad
que brinda el primer mundo y a juzgar por el aspecto que tenías en Santa Rosa la
otra tarde, lo conseguiste. No sé cuantas cosas más conseguiste y no me muero
de la emoción por averiguarlas para serte franco; más bien me produce
desasosiego imaginar que el olvido embargó tus sentimientos, o tan siquiera esa
sonrisa tonta e ingenua que se me sale cuando evoco nuestros pequeños momentos,
que me da ilusión pensar que también se te sale.
Sé que vas a decir que no peleé por
ti, que nunca fui un ancla para quedarte. Cuando nos despedimos, parados sobre
la obra de Carlos Cruz Diez afirmabas con vehemencia que yo nunca te di una
señal de seguridad en aras a la futuridad, a nuestra futuridad. No te lo
discuto, siempre te dije que nunca fuimos más que amagos. En realidad ni
siquiera estoy seguro que recuerdes todo eso, quizá ni me recuerdes a mí.
Rosario, esta no es una carta para
pedirte perdón. El perdón quedó enjaulado en el pasado reprimido que ambos nos dimos.
Fueron tardes de amargura mirando al Atlántico en el mapamundi y calculando que
no habías conseguido una mejor muralla, digamos que es demasiada agua y unas
cuantas bestias oceánicas para dos cobardes.
Aunque no lo creas, te amé. Y te
sigo amando, como no he podido amar a más nadie en estos doce años. El límite
de mi desfachatez y cobardía llegó al límite de volverte irremplazable, y ahora
que te vuelvo a ver comprendo que podría soportar amarte cada doce años, cada
quince, cada veinte o cada vez que la casualidad nos enfrente. No importa que
te vayas, si puedo amarte in situ y creerme feliz aunque sea un ratico. Si
Rosario, con estoy te estoy diciendo que soy feliz desde que te vi otra vez.
Soy feliz aunque he estado con otras mujeres y también he roto injustamente
algunos corazones; pero no puedo evitar bloquear solo para ti ese sentimiento
que otras me han exigido. Reconozco que soy canalla, irremediablemente en eso
me convertí.
Es por eso que en esta carta asumo
la desvergüenza de pedirte que me dejes reconquistarte, que te permitas vivir
un trance conmigo, quiero que dejes amarte aunque sea fugazmente por el tiempo
que pienses estar de visita. Permíteme amarte como chiquillo, como te amé y
nunca te dejé de amar; solo un niño puede amar sin pensar tanto en futuro y
formalidades. Déjame ladrarle a la noche otra vez por ti. Sé que
ineludiblemente nos separaremos de nuevo, y seguirás opinando que soy un
cobarde, pero entiende que la felicidad se toma por tragos, el resto es pura
melancolía y anhelo.
Mi amada Rosario, acepta esta locura
y descarta el resentimiento del pasado. Será nuestra parodia de felicidad, la
botella cuyos dulces sorbos dejamos guardados para ocasiones especiales. Quiero
demostrarte que el amor no sufre de óxido
Con ardor, te esperaré el viernes en
nuestro restaurante favorito que aún existe,
Ricardo.
* Carta compuesta para el concurso anual venezolanoCartas de Amor.
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