Una
calle, de esas que parecen repetirse una y otra vez, en una ciudad hipotética,
de un país hipotético; fue el escenario. Aquella mañana circulaban transeúntes y
automóviles, igual que todos los días, con sus embotellamientos y sus colapsos;
sus semáforos descalibrados, sus peatones de caras largas y mirada de
incertidumbre. No era como en otras ciudades en las que se ve a transeúntes andar
cada uno inmiscuido en su propio mundo, con las manos soldadas en los bolsillos
y la mirada indiferente a un entorno sórdido. En la ciudad hipotética los
ciudadanos se miraban unos a otros, como si cada quien tuviese una aprensión
del otro, como si quisieran envolver sus ideas en bolsas negras o botellas
oscuras para que no pudiesen ser vistas por otros.
Aquel
era un pueblo acallado por el poder de la difusión, obligado a creer con dudas
que los vacíos sociales en los que el
estado era impotente -pese a todos sus tentáculos- eran consecuencia de
saboteos por intereses económicos opuestos y de la manipulación mediática. Ciertamente
muchos intelectuales, académicos y estudiosos reconocían la diatriba económica
y la plantación del caos por parte de los intereses económicos privados, que se
sentían en un jaque inmediato cuando un gobierno postulaba un perfil
izquierdista, al menos en apariencia. El economista más influyente del país,
con sus admirables estudios y montones de libros que a grosso modo parecieron heredarle
una lucidez suprema se encargó de instruir a los entusiastas con una no breve
historia de cómo los intereses capitalistas hacían un frente talante y
avasallante a las pobres revoluciones que buscaban llenar los vacíos sociales
de la desigualdad, historia que se repetía en el país hipotético y en varios
países del extranjero que habían vivido revoluciones equivalentes previamente.
Pero la mayor parte de la ciudad no estaba interesada en comprender el porqué
de la guerra económica, que si bien podía ser cierta la explicación,
indistintamente quien fuese el culpable, daba la misma consecuencia.
Sea
como fuese, para algunos ciudadanos comunes, de a pie como se dice popularmente,
les resultaba un tanto incoherente la proyección de culpas como si se jugara la
papa caliente con los vacíos sociales. Otros ciudadanos se aprovechaban del
caos y de la incertidumbre ajena para obtener algún beneficio, la mayor parte
de ellos lucrativo. Algunos eran ajenos
a la realidad por poseer posiciones privilegiadas, que a lo cierto eran
inamovibles aunque hubiese una terrible administración del estado. Finalmente
el gobierno de ese país hipotético se aprovechaba del descalabro social, de la
inestabilidad psicológica de los ciudadanos que los obligaba a vivir con tanta
rapidez que no les daba tiempo para detenerse a analizar con un adecuado tono
de racionalidad la situación vivida.
Los
ciudadanos caminaban rápido como
disonantes con el tiempo que parecía no rendirle para afrontar tantas dificultades.
Eran modelos perfectos de la esclavitud moderna, sin látigos literales pero si
figurativos y bastante impíos. Esa mañana al igual que todos los días caminaban
y en sus ojos se proyectaba el gris de
la desidia. Los contranalíticos, como los denominaba el gobierno, asomaban la
incongruencia del postulado del economista más influyente; postulado que
consideraban inviable puesto que la mayor parte del sector primario, secundario
y terciario de la economía estaba en manos de las empresas del estado, era por
lo tanto absurdo atribuir culpas a la empresa privada. Algo de correcto tenía
el planteamiento, desde que el gobierno se instauró en el poder comenzaron
masivamente expropiaciones de empresas privadas como ocurre típicamente en los
gobiernos de izquierda científica; gran parte del pueblo estuvo de acuerdo con
tales acciones debido a que según como se explicaba, las mismas afianzaban los
derechos arrebatados por los intereses del capital despiadado e indolente. Los
intelectuales, que en su mayor parte suelen luchar desde sus trincheras
racionales a favor de utopías, afirmaron en su momento que el estado siendo
empleador lucharía por los derechos negados a los ciudadanos históricamente.
Sin
embargo, la descripción del estado despersonalizado es francamente una utopía.
Lamentablemente para los ciudadanos del país hipotético el estado era
administrado por personas, que al ser obsequiadas con la administración del
poder a fuerza de sufragio -o de otras fuerzas más poderosas y menos honestas- se
contaminaban de la vileza a costa de mantener un beneficio personal gigantesco.
Muchos ciudadanos se daban cuenta de tal desgracia, pero el látigo de la neo
esclavitud les exigía atrozmente que no se detuviesen, y habría sido imposible
para ellos formular un reclamo consecuente y suficientemente fuerte al
respecto. Por supuesto, no faltaban los ciudadanos que a diario eran enmudecidos
por un soborno escabroso y escuálido que si bien no era justo, les resultaba conveniente,
como quien está bien con dios y con el diablo. Los afortunados merecedores de
la corrupción eran grandes fuerzas, ya sea por masa, o sea por ser trabajadores
de las armas. Todo les era posible, como es bien sabido el dinero es capaz de
comprar algunas conciencias.
Había
además otros tipos de ciudadanos que luchaban francamente y a brazo partido por
la utopía de un estado justo y enmendador. Estos sufragaban concienzudamente,
en la flor de su ingenuidad, dándole una fuerza al gobierno que tal vez no
merecía. Ululaban también los que eran considerados patriotas, no por amar a su
país hipotético, sino al gobierno del país hipotético. Empero, esa mañana, en
esa calle repetida, era imposible reconocer los tipos de ciudadanos que circulaban,
venían todos mezclados, sin un orden lógico; tal y como ocurre en el día a día
de todas las ciudades del mundo en los que el anonimato les hace parte
consonante en su definición.
Por
encima de las ideas preconcebidas de cada ciudadano, basadas individualmente en
un conocimiento empírico o científico, teórico o práctico, estaba una realidad
tajante: el vacío social alcanzaba una cúspide ese día. Había dilema e inseguridad
en el terreno que podrían pisar, el futuro no era más que papel periódico con
críticas y verborreas, los semáforos descalibrados no despuntaban con la desarmonía
del sentir ciudadano. Las caras largas con los ojos perdidos hubiera sido una
perfecta musa para cualquier poeta que tuviera si quiera una pizca de
sensibilidad social.
La
gente andaba por la calle como centinelas, patrullando inexplicablemente el
entorno mientras se embebían en sus propias contrariedades.
Aquella mañana una tienda de la calle repetida
bajó su santamaría para recibir un cargamento de víveres, no se supo en el momento
cuales eran los que recibiría. Instantes después se oían exclamaciones que
provenían de los transeúntes que estaban cerca de la tienda, gritando
improperios que reflejaban una desesperación animal. La fuerza de las masas se
hizo sentir en un santiamén, los ciudadanos hicieron estragos en la
distribución de la tienda: comenzaron a robarse los víveres mientras corrían
como desquiciados y apedreaban el frontal de la tienda. No tardaron en llegar
las fuerzas del orden público y hacerse notoria la batalla campal, tristemente incivil,
entre individuos conducidos al borde de la desesperación y asalariados
conscientes del riesgo de enfrentar una masa enfurecida. Todo pasó muy rápido,
al cabo de unos minutos posteriores, ya estaban siendo enumerados los múltiples
heridos, se calculaban las pérdidas materiales del cargamento de víveres y
comenzaba a hacerse insoportable el embotellamiento de vehículos en la calle que
impedía el paso de ambulancias y medios de comunicación.
Pero
aquel triste incidente, en esa hipotética ciudad, de ese hipotético país no
condujo a la reflexión a ninguno de los sectores. Todos se exculpaban y señalaban
abiertamente a posibles responsables. No faltaba quien culpaba a la prensa de escandalosa
y manipuladora, a los intereses capitalistas o al gobierno corrupto, sin
detenerse a pensar que cuando los residentes de un país, por hipotético que
sea, deciden tomar la justicia en forma bruta y desordenada las constantes
disertaciones están de sobra. El estudio de las causas se reduce a nada, cuando
las consecuencias finales son las mismas: el malestar sostenido del pueblo de a
pie que lo lleva al colapso de la consternación y finalmente a recuperar con
atrocidades irracionales lo que le es negado.
Siguió
entonces repitiéndose la historia, aunque con compongas diferentes, mientras los intelectuales y contranalíticos se
empeñaban neciamente en anteponer la palabra a las acciones.