domingo, 18 de mayo de 2014

El eterno romántico.

Santa Rosa, Estado Lara.

A los setenta y cuatro años exhibe una lucidez incoercible. Frecuenta la Plaza de la Moneda para leer poesía mientras se cala en el convulso centro barquisimetano.

Va y viene con su inefabilidad, con esa mirada de regocijo que hace sospechar de su callada cosmovisión.

Así ha sido en los últimos nueve años desde que Madeleine se fue. El silencio ineluctable que dejó su ausencia logró quebrar el hábitat de melodías de piano, pero no su sempiterno idealismo: el recuerdo de la Venus de sus ojos en quien se aferró le domina la existencia con parsimonia y armonía.

Dedicar con estoicismo el tiempo a las remembranzas es un acto de valentía para muchos, para él simplemente no había opciones.

Algunas veces se encuentra solo -como le es frecuente- en un banquillo del bulevar de Santa Rosa al pie del imponente templo, discutiendo con las palomas acerca de la genialidad de José José y Felipe Pirela; con quienes siempre cortejaba a su amada Madeleine.

­_ ¿Qué somos?- Les pregunta.
No hay respuesta.
_ Somos fantasmas de nuestros recuerdos, de nuestro hedonismo; el hoy es la sombra de las glorias pasadas.-  Les intenta explicar.

El aislamiento le corroe la perspectiva, pero jamás la esperanza.

_ Ahora lo comprendo: el amor es ese pensamiento perenne de que nada será mejor.

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