La
música sin recelos va tras ese trillado edicto: Es un lenguaje universal. Y en efecto lo es, sin las deliberadas –y
complejas- disgregaciones idiomáticas e internacionales que el hombre con tanto
empeño se ha encargado de trenzar; la música y los músicos se han tamizado por
las barreras al parecer sin ningún esfuerzo, solo con el brío indetenible de la
armonía.
Sin
embargo hacer la interpretación de la música como lenguaje universal tiene
algunas connotaciones tácitas que se adentran en el hecho celestial de hacer
romántica una exégesis semántica. La música termina teniendo un poder inefable,
que la hace libre: ¡La música como arte es libertad! o dicho de otra forma más
específica alusiva al dogma de este ensayo: ¡El Rock es libertad!
La
música es infinita e inmortal. El rock como género –con sus subgéneros- no
escapa a esa propiedad.
Si se
personificaran los géneros de la música como hijos de la gran matrona
probablemente el rock sería el hijo problema: idealista, imaginativo, creativo,
inquieto; pero rebelde, feroz e irreverente. Si fuera a la escuela, el niño
rock sería diagnosticado con problemas de autismo –demasiada capacidad de
ensimismamiento y soliloquio- o al menos tuviese un problema de déficit de
atención. El rock sería un duelo constante en autogestión de su propia libertad,
un adolescente eterno que invitaría a prender el mundo en fuego parafraseando a
Symphony X.
La
libertad como alarido va más allá de simples intenciones libertarias, el rock
no pretende, el rock es. Libre de encapsulaciones, libre de contornos mentales,
libre de egos creadores, libre de la pátina de la monotonía y la repetición. La
libertad es un afán universal –a veces hasta utopía- que el rock –y buena parte de la música-
consigue sin despeinarse. Dice Fito Páez
como un mantra desafiante: “el Rock &
Roll tiene la sagacidad y la energía de sobrevivir.”
El
rock es altruismo. Es el cemento mágico de un universo erigido en contra de las
discriminaciones, de los cánones históricos, de los muros de Berlín; es energía
rebelde que distorsiona y trasciende. Ya sea trasgrediendo unas pocas y
exclusivas ondas hertzianas, prorrumpiendo en los audífonos de quienes deciden
compartir la música con el silencio o en los equipos de sonido destinados a bajar
decibeles porque siempre hay alguien que se siente aturdido por “esa música tan ruidosa y satánica”; el
rock se las arregla para marcar con baterías redoblantes y riff agresivos un
estilo de vida que sugiere hermandad y se regocija en la etérea idea de un
mundo utópico donde la música es la panacea y la nirvana.
“Sueño lo
mismo cada noche
Veo nuestra
libertad en mis ojos
No hay
puertas cerradas, no hay ventanas enrejadas
Nada para
hacer que mi cerebro parezca cicatrizado
Duerme mi
amigo y verás
Ese sueño es
mi realidad
Me mantienen
encerrado en esta jaula
¿No pueden
ver que por eso mi cerebro dice rabia?”
Metallica –
Welcome Home (Sanitarium)
En la
idiosincrasia melódica nacen y renacen doctrinas y cosmogonías: humo en el
agua, fuego en el cielo, se ven caer seres alados en ciudades furiosas, un
teclado vertiginoso en clave de fa acaricia al fantasma de la opera, voces
guturales obsesionadas con amores vahídos, se le hacen sinfonías a la
destrucción, un falsete magistral invita a una jungla del consumismo, el número
de la bestia es retórico, otros en medio de la desidia aman las estrellas que
ven en las pupilas, los bajos retan a los pentagramas haciendo escalas;
millones de episodios en un lenguaje universal que no necesita ser transcrito.
¡Larga
vida al rock y que sea entonces nuestro Hotel
California!
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