jueves, 30 de octubre de 2014

La libertad es rebeldía y un riff.




La música sin recelos va tras ese trillado edicto: Es un lenguaje universal. Y en efecto lo es, sin las deliberadas –y complejas- disgregaciones idiomáticas e internacionales que el hombre con tanto empeño se ha encargado de trenzar; la música y los músicos se han tamizado por las barreras al parecer sin ningún esfuerzo, solo con el brío indetenible de la armonía.



Sin embargo hacer la interpretación de la música como lenguaje universal tiene algunas connotaciones tácitas que se adentran en el hecho celestial de hacer romántica una exégesis semántica. La música termina teniendo un poder inefable, que la hace libre: ¡La música como arte es libertad! o dicho de otra forma más específica alusiva al dogma de este ensayo: ¡El Rock es libertad!



La música es infinita e inmortal. El rock como género –con sus subgéneros- no escapa a esa propiedad.



Si se personificaran los géneros de la música como hijos de la gran matrona probablemente el rock sería el hijo problema: idealista, imaginativo, creativo, inquieto; pero rebelde, feroz e irreverente. Si fuera a la escuela, el niño rock sería diagnosticado con problemas de autismo –demasiada capacidad de ensimismamiento y soliloquio- o al menos tuviese un problema de déficit de atención. El rock sería un duelo constante en autogestión de su propia libertad, un adolescente eterno que invitaría a prender el mundo en fuego parafraseando a Symphony X.



La libertad como alarido va más allá de simples intenciones libertarias, el rock no pretende, el rock es. Libre de encapsulaciones, libre de contornos mentales, libre de egos creadores, libre de la pátina de la monotonía y la repetición. La libertad es un afán universal –a veces hasta utopía-  que el rock –y buena parte de la música- consigue sin despeinarse. Dice Fito Páez como un mantra desafiante: “el Rock & Roll tiene la sagacidad y la energía de sobrevivir.”



El rock es altruismo. Es el cemento mágico de un universo erigido en contra de las discriminaciones, de los cánones históricos, de los muros de Berlín; es energía rebelde que distorsiona y trasciende. Ya sea trasgrediendo unas pocas y exclusivas ondas hertzianas, prorrumpiendo en los audífonos de quienes deciden compartir la música con el silencio o en los equipos de sonido destinados a bajar decibeles porque siempre hay alguien que se siente aturdido por “esa música tan ruidosa y satánica”; el rock se las arregla para marcar con baterías redoblantes y riff agresivos un estilo de vida que sugiere hermandad y se regocija en la etérea idea de un mundo utópico donde la música es la panacea y la nirvana.




“Sueño lo mismo cada noche

Veo nuestra libertad en mis ojos

No hay puertas cerradas, no hay ventanas enrejadas

Nada para hacer que mi cerebro parezca cicatrizado



Duerme mi amigo y verás

Ese sueño es mi realidad

Me mantienen encerrado en esta jaula

¿No pueden ver que por eso mi cerebro dice rabia?”

Metallica – Welcome Home (Sanitarium)




En la idiosincrasia melódica nacen y renacen doctrinas y cosmogonías: humo en el agua, fuego en el cielo, se ven caer seres alados en ciudades furiosas, un teclado vertiginoso en clave de fa acaricia al fantasma de la opera, voces guturales obsesionadas con amores vahídos, se le hacen sinfonías a la destrucción, un falsete magistral invita a una jungla del consumismo, el número de la bestia es retórico, otros en medio de la desidia aman las estrellas que ven en las pupilas, los bajos retan a los pentagramas haciendo escalas; millones de episodios en un lenguaje universal que no necesita ser transcrito.



            ¡Larga vida al rock y que sea entonces nuestro Hotel California!



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