Recuerdo esa noche, como
destellos de una canción que se oye a media ebriedad: no son tantos detalles,
sino sensaciones con este o aquel acorde. Un redoblante, un arpegio, un tapping. Cada sensación, cada idea va
naciendo y encontrando su propia muerte con un nuevo riff, o en cada confusión
que el alcohol propiamente dicho proporciona.
Claro, esa noche no había alcohol, ni riff. Había
oscuridad y una pantalla propagando fotogramas. Indulgencias del séptimo arte, críticos
de tribuna, amateurs de rottentomatoes.com. Hubo además bromas mal hechas, discursos incoherentes,
sibilancias que se escabullían entre risotadas nerviosas, dos tontos agitando
sus barreras hechas a fuerza, lanzándose miradas por encima de los escudos a lo
hoplita espartano. No recuerdo los detalles, pero si esa vacilante sensación de
estar tentando el silencio, solo por tentarlo.
Hubo también algunas
evocaciones a la cultura oriental, mantras que parecían más bien
auto-recordatorios. Transcurrían muestras de las películas, la siempre osada
opinión de los Oscar en medio y apreciábamos algunos detalles, casi todos
ganchos poéticos o un sonido perfectamente encajado; y supimos leer entre
líneas que la levedad de la vida hace que solo se tenga una misión: ser feliz
entre tanto escombro. Fueron surrealismos con fuerte tendencia budista, en
medio de filmes; dos islas enfrentadas luciendo sus luces en medio del negro
laxo del mar.
En medio de recuerdos
confusos, con dicotomías necesarias, surgió el comentario de la noche acerca de
mis calcetines mal emparejados y que engloba la conclusión de la noche: “¡Oye,
tus pies son el ying y el yang!”